Daniel se pasaba horas y horas sentado y repitiendo una y otra vez el mismo movimiento mecánico. La silla se mecía y estaba hecha de mimbre, y durante esos momentos anclado en el objeto mobiliario se unían en él tres generaciones de su familia. La primera, su abuela, quien hasta hacía poco era quien llenaba de vida la silla hasta que ella sin vida se quedó. La segunda, su madre, a quien durante toda su vida había contemplando repitiendo sin cesar movimientos mecánicos mientras tejía y tejía gorros, jerseis, patucos y chaquetas para él, para sus hermanos y para cada uno de los pequeños seres que iban completando la familia durante décadas, hasta que el infortunio causó que sus manos quedasen fuera de su control. Y la tercera, él mismo, por el mero hecho de ser él mismo.
A Daniel hacía poco que le habían puesto gafas y todavía no se había acostumbrado del todo a la presencia continua de esas líneas azules que se posaba en su mirada. Él, que siempre había presumido de ser una de las pocas personas de su círculo con vista perfecta, al final había acabado sufriendo las consecuencias de una vida centrada en horas frente a un ordenador, a hojas llenas de apuntes manuscritos y a la contemplación de clásicos cinematográficos día sí, día también. Como hacía poco que le habían puesto gafas y todavía no se había acostumbrado a ellas, la mitad de las veces se las olvidaba en la mesita de noche. Y la otra mitad de las veces, cuando las llevaba puestas, solían estar tan sucias que hasta no reproducían con fidelidad el verdadero color de lo que contemplaban.
Era domingo y a Daniel los domingos no le gustaba nada que su vida continuase. Así que él mismo le daba al botón de pausa. Apagaba todo medio de comunicación existente y se escapaba de la ciudad que lo había acogido desde que iniciase sus estudios universitarios. Volvía a la casa vacía en la que solía correr años atrás y se sentaba en esa silla durante horas. El único contacto externo que se permitía era el de una vieja radio en la que todavía funcionaban las cintas de cassette guardadas en el segundo cajón de su antiguo cuarto.
Mientras la música entraba por sus oídos, Daniel recordaba, y recordaba, y recordaba hasta que cerraba sus ojos y no recordaba, sino que vivía. Vivía por lo que otros no podían vivir, y vivía como otros no podrían volver a vivir. Y aprendía a tejer por su propia cuenta, como una tarde de domingo hacía muchos años quiso aprender (con nefasto resultado), mientras su cuerpo se movía hacia adelante y hacia atrás, una vez y otra más y otra más. El balanceo no iba en aumento como aquellas otras tardes de columpios y toboganes, y ahora las tardes ya no tenían aquella connotación de divertimento asegurado. Daniel recordaba, y recordaba hasta que se olvidaba de que cuando abandonase su estado de pausa, las posibilidades de recibir malas noticias eran de mil contra una. Él recordaba y tejía y se mecía, porque si evocar era lo único que lo uniese con su infancia, no se podía permitir perderlo. Aunque se pasase tardes enteras tejiendo jerseis desproporcionados, y las horas en la silla lo acabasen mareando. Pero eso no era culpa de la mecedora de su abuela: era culpa de las gafas, que en ese momento, si no siempre, sobraban.