07 agosto 2012
Canción de verano.
Tu piel sabe a salitre sin haber pisado la playa. Abres los ojos, alzas la vista y estiras los pies, remolón, perezoso, hasta alcanzar la verticalidad de una bailarina profesional. Pero tu piel sabe a salitre pese a no haber pisado la playa y lo demás no importa, porque no hueles a un perfume ajeno ni los bolsillos de tu pantalón albergan sospechosas tarjetas de contacto con un número de teléfono apuntado a mano. Pero hueles a salitre y en tus oídos retumban los graznidos de las gaviotas. Tus labios todavía no se han despegado del todo de un ligero sabor a cóctel cítrico, pero dulce, y tu pelo está más claro que de costumbre. Hoy es 7 de noviembre en el hemisferio norte, en un pueblo perdido entre montañas, donde la calefacción está al orden del día y las carreteras comienzan a ser el mayor enemigo público. Y hueles a salitre. Y me desconciertas. Y me aturdes. Y me desarmas. Y me susurras algo al oído pero no entiendo ni una palabra, porque en mi cabeza sólo suena una y otra vez una vieja radio adornada con una guirnalda, que habla de rayos, de arena y de barbacoas. Y me abstraigo. Y me obceco. Y me despierto y te veo tumbado en la cama, con la misma verticalidad de la bailarina en tus pies, casi desnudo, y me besas en la frente en cuanto ves que mis ojos están abiertos. Mirándote atentamente, estudiándote, escaneándote, para grabar tu imagen con todo lujo de detalles. Y sonrío levemente ante tu gesto de cariño, mientras cojo el teléfono móvil y elimino el último mensaje de la bandeja de entrada.
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Mis gafas azules te vigilan, cuidado con lo que dices.