Ilustración de Begoña Fernández |
Darío se durmió a la hora de siempre. Primero de todo, leyó un par de páginas de un libro de cuentos que se había llevado de la biblioteca de la escuela como préstamo estival, y cuando sus ojitos empezaron a cerrarse sin remedio, lo dejó en la mesa de noche junto a su flauta. Apagó la luz y, escasos minutos después, el pequeño ya estaba soñando. Se imaginaba a sí mismo sobre un planeta, muy similar a Marte, que rotaba bajo sus pies. La esfera era de su mismo tamaño, seguramente porque hacía poco que había leído “El Principito” y la imagen se le había quedado grabada en la mente. Tenía una camiseta verde, unos pantaloncitos azules y unos zapatos marrones. Sin él saberlo, estaba hecho todo un moderno al mezclar ropa de verano con calzado de invierno. En sus manos sujetaba su instrumento, que no dejaba de tocar en su deriva interplanetaria. Mientras tanto, se le iban acercando monstruos de un solo ojo y seis narices (que dejaban a su paso un rastro de babas), pájaros con cuatro ojos y cuatro patas, o un extraño ser parecido a una ardilla que se había puesto a rodar por su Marte particular en el extremo opuesto. “¡Ay, que se va a caer!”, pensaba Darío al verlo sin atender a la fuerza de la gravedad.
(Extracto de El Astroflauta, cuento en elaboración)