17 diciembre 2012

Ciento nueve.

Miraba a través de la ventana, acariciaba a su gato y contaba cada una de las personas que transitaban por su calle. Gentes con ropajes extraños, ancianas cargadas con sus carros de la compra llenos a rebosar; madres, padres y hermanos ejerciendo de figuras ejemplares de pequeños curiosos que, con un juguete en la mano y la otra apretada en la de su acompañante, miraban a todos los lados como si fuese la primera vez que visitaban ese lugar. Señores trajeados y mujeres bien vestidas con montones de papeles mal organizados, pegados sus teléfonos a la oreja, berreando y maldiciendo mientras miraban en cada sentido de un paso de peatones que nunca se ponía en verde. Menos mal que tenía a su gato, que a cada caricia entrecerraba los ojos y emitía ese familiar sonido que le afirmaba el confort que sentía cada vez que su dueña pasaba su mano por esa mata de pelo fino y suave. Un pelaje que emitía un reflejo casi dorado cuando la esfera cálida del cielo hacía acto de presencia.

Siguió contando y con la centésimo novena persona que se cruzó en su mirada paró de contar. Ciento siete, ciento ocho, ciento nueve. Como los días que habían durado todas sus últimas relaciones. En realidad, todas las que había tenido en la vida. Cogió al gato en sus brazos y caminó hasta la puerta de la casa. Las llaves permanecían puestas y dadas las dos vueltas, como hacía todas las noches antes de dormir para evitar sustos mayores en medio de la noche. Se puso el abrigo y salió al exterior. Hacía días que no salía, pero la luz no le hizo daño debido a las incontables horas que pasaba contando viandantes estresados a través del ventanal sin cortinas y sin intimidad.

Qué suerte tenía ella sin las preocupaciones del día a día del común de los mortales. Ella tan solo tenía que contar hasta ciento nueve y parar de contar. Ciento nueve, como los días que hacía que ese pequeño animal se le había aparecido en su puerta en busca de calor y cariño.

1 comentario:

Mis gafas azules te vigilan, cuidado con lo que dices.