24 diciembre 2012

Malentendidos.

Se forma un círculo amplio en el patio trasero de una casa, totalmente cubierto de nieve artificial, y (los miembros de la familia que hacía dos minutos estaban sentados en la mesa del comedor,) comienzan a susurrar.

PADRE.- Madre mía, madre mía. (Se lleva las manos a la cara y mira a todos lados.)

ABUELA.- Pensaba que no podíamos superar lo del año pasado.

ABUELO.- ¡Me vais a enviar al otro barrio con tanto disgusto!

HIJO.- Tranquilicémonos. ¿Qué podemos hacer?

Se olvidan del secretismo y comienzan a elevar el tono.

HIJA.- ¡Encima nos lo preguntas cuando toda la culpa ha sido tuya!

ABUELA.- Siempre supe que eras la oveja negra de la familia, pero no tanto.

HIJO.- ¡Soy muy influenciable! ¡No pude resistirme! ¡Esa muñeca horrible me estaba martirizando!

HIJA.- ¿Influenciable? ¡Serás mamarracho!

HIJO.- ¡Si me dijiste tú que la tirase por la ventana!

HIJA.- ¡A la muñeca, coño, no a mamá!

Comienza a sonar un villancico y los personajes miran al frente.

TODOS.- ¡Feliz Navidad a todos!

Sonríen y saludan a cámara.

17 diciembre 2012

Ciento nueve.

Miraba a través de la ventana, acariciaba a su gato y contaba cada una de las personas que transitaban por su calle. Gentes con ropajes extraños, ancianas cargadas con sus carros de la compra llenos a rebosar; madres, padres y hermanos ejerciendo de figuras ejemplares de pequeños curiosos que, con un juguete en la mano y la otra apretada en la de su acompañante, miraban a todos los lados como si fuese la primera vez que visitaban ese lugar. Señores trajeados y mujeres bien vestidas con montones de papeles mal organizados, pegados sus teléfonos a la oreja, berreando y maldiciendo mientras miraban en cada sentido de un paso de peatones que nunca se ponía en verde. Menos mal que tenía a su gato, que a cada caricia entrecerraba los ojos y emitía ese familiar sonido que le afirmaba el confort que sentía cada vez que su dueña pasaba su mano por esa mata de pelo fino y suave. Un pelaje que emitía un reflejo casi dorado cuando la esfera cálida del cielo hacía acto de presencia.

Siguió contando y con la centésimo novena persona que se cruzó en su mirada paró de contar. Ciento siete, ciento ocho, ciento nueve. Como los días que habían durado todas sus últimas relaciones. En realidad, todas las que había tenido en la vida. Cogió al gato en sus brazos y caminó hasta la puerta de la casa. Las llaves permanecían puestas y dadas las dos vueltas, como hacía todas las noches antes de dormir para evitar sustos mayores en medio de la noche. Se puso el abrigo y salió al exterior. Hacía días que no salía, pero la luz no le hizo daño debido a las incontables horas que pasaba contando viandantes estresados a través del ventanal sin cortinas y sin intimidad.

Qué suerte tenía ella sin las preocupaciones del día a día del común de los mortales. Ella tan solo tenía que contar hasta ciento nueve y parar de contar. Ciento nueve, como los días que hacía que ese pequeño animal se le había aparecido en su puerta en busca de calor y cariño.

14 diciembre 2012

Satélites.

En el colegio nos enseñan que el sistema solar tiene nueve planetas. Ocho, para las nuevas generaciones. Que entre los millones y millones de kilómetros que componen este vasto espacio inmerso en el infinito universo, nos podemos encontrar con múltiples superficies. Los mencionados planetas, las estrellas, los asteroides o los satélites.

Al respecto de esto último, nos enseñan que la Luna es el satélite de la Tierra, pero se olvidan de mencionarnos cómo otras esferas, mucho más pequeñitas pero no por ello menos significantes, también pueden ejercer de satélites. A mí, al menos, me pasa cada vez que te miro a los ojos, que me atrapan y hacen que toda mi existencia gire alrededor del brillo que se desprende de tu mirada cada vez que me dices "te quiero".

02 diciembre 2012

Corte y confección

Daniel se pasaba horas y horas sentado y repitiendo una y otra vez el mismo movimiento mecánico. La silla se mecía y estaba hecha de mimbre, y durante esos momentos anclado en el objeto mobiliario se unían en él tres generaciones de su familia. La primera, su abuela, quien hasta hacía poco era quien llenaba de vida la silla hasta que ella sin vida se quedó. La segunda, su madre, a quien durante toda su vida había contemplando repitiendo sin cesar movimientos mecánicos mientras tejía y tejía gorros, jerseis, patucos y chaquetas para él, para sus hermanos y para cada uno de los pequeños seres que iban completando la familia durante décadas, hasta que el infortunio causó que sus manos quedasen fuera de su control. Y la tercera, él mismo, por el mero hecho de ser él mismo.

A Daniel hacía poco que le habían puesto gafas y todavía no se había acostumbrado del todo a la presencia continua de esas líneas azules que se posaba en su mirada. Él, que siempre había presumido de ser una de las pocas personas de su círculo con vista perfecta, al final había acabado sufriendo las consecuencias de una vida centrada en horas frente a un ordenador, a hojas llenas de apuntes manuscritos y a la contemplación de clásicos cinematográficos día sí, día también. Como hacía poco que le habían puesto gafas y todavía no se había acostumbrado a ellas, la mitad de las veces se las olvidaba en la mesita de noche. Y la otra mitad de las veces, cuando las llevaba puestas, solían estar tan sucias que hasta no reproducían con fidelidad el verdadero color de lo que contemplaban.

Era domingo y a Daniel los domingos no le gustaba nada que su vida continuase. Así que él mismo le daba al botón de pausa. Apagaba todo medio de comunicación existente y se escapaba de la ciudad que lo había acogido desde que iniciase sus estudios universitarios. Volvía a la casa vacía en la que solía correr años atrás y se sentaba en esa silla durante horas. El único contacto externo que se permitía era el de una vieja radio en la que todavía funcionaban las cintas de cassette guardadas en el segundo cajón de su antiguo cuarto.

Mientras la música entraba por sus oídos, Daniel recordaba, y recordaba, y recordaba hasta que cerraba sus ojos y no recordaba, sino que vivía. Vivía por lo que otros no podían vivir, y vivía como otros no podrían volver a vivir. Y aprendía a tejer por su propia cuenta, como una tarde de domingo hacía muchos años quiso aprender (con nefasto resultado), mientras su cuerpo se movía hacia adelante y hacia atrás, una vez y otra más y otra más. El balanceo no iba en aumento como aquellas otras tardes de columpios y toboganes, y ahora las tardes ya no tenían aquella connotación de divertimento asegurado. Daniel recordaba, y recordaba hasta que se olvidaba de que cuando abandonase su estado de pausa, las posibilidades de recibir malas noticias eran de mil contra una. Él recordaba y tejía y se mecía, porque si evocar era lo único que lo uniese con su infancia, no se podía permitir perderlo. Aunque se pasase tardes enteras tejiendo jerseis desproporcionados, y las horas en la silla lo acabasen mareando. Pero eso no era culpa de la mecedora de su abuela: era culpa de las gafas, que en ese momento, si no siempre, sobraban.