23 enero 2013

Hagan sus apuestas.

Como un caballo perdedor, avanzábamos en la carrera y nos veíamos sometidos a la derrota de la medalla de plata. Un puesto más que digno para algunos, pero que nosotros no nos podíamos permitir. Dejamos que la competición siguiese su curso y pese a no recibir los halagos de una victoria que nunca hubo, seguimos avanzando todos los metros necesarios una vez las gradas se vaciaron y no se escuchaba el griterío de aquellos que habían puesto nuestros nombres en sus quinielas. Pero esa no era ni la menor de nuestras preocupaciones. Avanzamos, corrimos y sortamos todos los obstáculos hasta que aprendimos que las verdaderas victorias son aquellas que suceden en solitario, cuando las circunstancias lo requieren e incluso cuando ninguna de esas papeletas marca nuestros nombres. Cuando no hay nadie viéndonos cruzar la meta ni los periódicos recogen nuestro triunfo.

06 enero 2013

Desde el borde.

Me gustaría poder gritar su nombre y que, como dice la canción de Christina Rosenvinge, apareciese a mi lado en cuestión de microsegundos. El mismo tiempo de intimidad que compartimos en un recuerdo agridulce que, sin ningún tipo de pretensiones, se convirtió en un portal hacia universos paralelos donde la realidad tenía mucha mejor pinta. Un universo donde la realidad era apetecible, los días llenos de sonrisas y los microsegundos pasaron a entrelazarse como partículas, con la finalidad de formar un infinito que poco a poco iba cogiendo forma cuando, al colocarnos en el extremo de la línea, esta automáticamente crecía como por arte de magia. Así que, mientras contemplábamos el espectáculo, nos cargábamos de abrazos y caricias en lugar de Coca-Cola y palomitas, porque mientras que es difícil encontrar más espacio en nuestros estómagos para albergar más de un tope de sustento, no existen límites a la hora de dar y recibir afecto. Y si existen, nosotros no lo teníamos. Ni lo tenemos. ¡Ni lo tendremos!