23 mayo 2013

Casa.

Primero fueron las dos últimas gotas del grifo de la cocina. Las hojas sucias de la lechuga seguían amontonadas a un lado de la encimera, encima de un papel humedecido. El bote de la sal estaba abierto y su contenido se mezclaba con el polvo. Le siguieron dos parpadeos de una pequeña bombilla de luz blanca. Le gustaba más que la amarillenta pues le parecía más nítida, más pura, sencillamente más lumínica. Cogió una vela y prendió el mechero, al que le quedaban escasas chispas de vida. Había dejado de fumar y desde meses atrás no se prevenía de hacedores de fuego. No le gustaban nada las cerillas, demasiado perecederas para alguien que soñaba con ser inmortal. Miró a la calle y todo permanecía inmóvil. Que una ventana se dejase de iluminar de repente no cambiaba el aspecto de la ciudad. Apenas era perceptible para quien pasase por la acera contraria. Todos pensarían que esa persona se había ido a dormir o a otra disposición de la vivienda. Nunca creerían que estaba en peligro de tener que dejar de llamar "casa" a su casa.

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